
Ataque fue el nombre inicial de la formidable escultura que en un patio abierto sorprendía a los visitantes del nuevo Museo Experimental El Eco en 1953. Cuatro años de permanencia en México le habían bastado a Goeritz para que la geometría retorcida de su serpiente pusiera en estado de alerta a los defensores del realismo social y, una década después, a los impulsores del minimalismo estadounidense que, de manera defensiva, pusieron en entredicho el carácter precursor de esa escultura transitable y con funciones de entorno performático.
La obra-manifiesto de la arquitectura emocional fue el Museo Experimental El Eco (1952-1953) que definió la producción ulterior de Mathias Goeritz. Cabe destacar que lo que conocemos como Manifiesto de la arquitectura emocional es la conferencia que el artista dictó el día de la apertura, publicada más tarde como artículo. El día inaugural, Goeritz presentó el primer mural cinético y efímero del país, configurado a partir de las sombras agigantadas de los asistentes, mezcla del cine expresionista alemán y el empleo de la luz mecánica para cautivar audiencias masivas, tan característica de Albert Speer, el constructor de la trama simbólico-arquitectónica del Tercer Reich. Además, Goeritz aportó un poema visual monumental –sin precedente en el mundo artístico–, un muro monocromático y la formidable escultura de una serpiente de geometría retorcida situada en el patio abierto.
El Eco operó como bastión del “abstraccionismo”, inspirado en las acciones del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Obra ambiciosa que no se hubiera concretado sin el apoyo incondicional de un mecenas, el empresario Daniel Mont quien, cautivado por el entusiasmo de Goeritz, recaudó fondos para patrocinar la obra que este creador eligiera, permitiendo una instancia imaginativa fuera del control del canon artístico; un momento de excepción que marcó la historia del arte mexicano.
La muerte de Daniel Mont en 1953 y la pérdida de financiamiento truncaron en parte el proyecto, por lo que El Eco se convirtió en cabaret. Entre irónico y esperanzado, Goeritz lo equiparó al cabaret Voltaire, sede de las acciones dadaístas en Zurich; y aunque trató de mantenerlo activo, pronto se encauzó a su labor como promotor desde la galería de arte.
Mathias Goeritz, El Eco III, 1972.
Mathias Goeritz, El poema plástico en el Museo Experimental El Eco, 1952.
Luego de llegar a México, Mathias Goeritz se instaló en la ciudad de Guadalajara, en 1949, invitado por la Escuela de Arquitectura del Instituto Tecnológico de la Universidad en calidad de profesor de Historia de la arquitectura y de Educación visual, allí siguió el modelo del curso preparatorio de la Bauhaus.
“Por la libertad de creación” fue la consigna con la que se sumó a la confrontación bipolar que lo situaba en la trinchera opuesta a los muralistas y grabadores del realismo social. Si bien tras su arribo a Guadalajara intentó acercarse a ese grupo por medio de la figura del recién fallecido José Clemente Orozco, icono del movimiento muralista, organizando de inmediato un homenaje y dedicándole un monumento abstracto, el hecho fue percibido como una profanación proveniente de un simulador extranjero desprendido de las filas del formalismo.
En paralelo desarrollaba una tenaz tarea de agitador cultural al organizar exposiciones dedicadas a figuras del arte europeo vetadas por la Escuela Mexicana, así como al trabajo de algunos creadores locales y a su propia obra. Reforzaba esta tarea con el establecimiento de una red de galerías y la edición de catálogos. En poco tiempo consiguió saturar a la provincial Guadalajara y obtuvo resonancia en la capital del país. Concluido su contrato como maestro de Educación visual, la ciudad de México se convirtió en su siguiente plataforma de acción.
En su relación con los arquitectos, Mathias Goeritz se integró a procesos de trabajo donde se conjugaron relaciones de afecto y hermandad, así como el intercambio de visiones creativas. En las plazas de nuevos fraccionamientos como el Pedregal de San Ángel, o en casas particulares, se puso en marcha este nuevo modo de colaboración artística. Sin embargo, fue al momento de los grandes encargos cuando se lograron las obras de mayor originalidad y fuerza.
En las Torres de Satélite (1957), Mathias Goeritz adoptó el perfil del rascacielos como emblema de modernidad urbana; sin embargo, en su discurso las medievalizó al atribuirles un carácter sacro, de plegaria ascensional, como en los campanarios de las antiguas catedrales. No obstante, las torres funcionaban como un descomunal anuncio publicitario encaminado a promover la especulación inmobiliaria.
La contundencia visual de la propuesta y ese anudar una visión de futuro con la tradición del gran arte religioso del pasado condujeron al triunfo de un arte público nuevo, de geometrías asociadas a los lenguajes de la abstracción, que contendían a menguar el papel protagónico del discurso estético-social de los muralistas. Las torres –siete en origen, aunque sólo se construyeron cinco con alturas entre 37 y 57 metros– fueron ideadas para ser vistas desde un auto en movimiento, de manera que en el desplazamiento se originaba un efecto óptico en el que los enormes prismas triangulares parecían elevarse conforme la distancia se acortaba: momento de asombro en que el poder simbólico se imponía; ejemplo claro de movilización afectiva y de estetización del efecto. De ahí que la creciente recepción crítica de este signo colosal en cemento armado lo haya transformado en emblema nacional de modernidad, de acuerdo con discurso desarrollista en boga.
Mathias Goeritz, en colaboración con el urbanista Mario Pani y el arquitecto Luis Barragán, Torres de Ciudad Satélite, Fotografía Hans Namuth, ca. 1957
Mathias Goeritz, Torres de Ciudad Satélite II, ca. 1972.
Mathias Goeritz, Estudio para las torres de satélite, s.f.
Mathias Goeritz, Proyecto de vaciado o Torres Subterráneas, 1976.
Quizá el principio de la arquitectura emocional que ha deparado más sorpresas, sea el bloque de afectividad y creación, mecanismo de lazos de amistad y de intercambios y préstamos creativos cuyo mejor ejemplo se halla en la triada que formaron el historiador del arte y escultor Mathias Goeritz, el ingeniero y arquitecto Luis Barragán y el coleccionistas, anticuario y pintor Jesús Reyes Ferreira, unidad a la que se sumó el fotógrafo Armando Salas Portugal, encargado de confeccionar la imagen destinada a producir el efecto de obra en los medios de comunicación y, en este sentido, atravesar fronteras.
Dicho bloque afectivo representaba una novedosa perspectiva interdisciplinaria de creación y actuaba como contraparte de la agrupación estético políticas que operaban a partir de la idea del compromiso ideológico y del choque de posiciones. Asimismo, este esquema de trabajo colectivo atravesaba el viejo modelo de colaboración dentro del taller del arquitecto y el encargo de obra prestigiosa a los artistas. Lo cierto es que la conjunción del bloque de afectividad-creación con una noción ampliada del mecenazgo, favoreció el desarrollo de obras artísticas de excepción, lo cual permitió conjuntar sensibilidades y recursos de manera excepcional, lo cual dentro del panorama general del arte, se tradujo en obras que, si bien se nutrieron de la tradición de las vanguardias históricas, dieron paso a propuestas fuera de serie y fuera de los cánones de las metrópolis centrales.
Goeritz modela en concreto El animal del Pedregal, 1951.
El Laberinto de Jerusalén (1972-1980) constituye la principal obra de arte público de Goeritz en Israel; con ella vuelve a destilar la carga moral que el holocausto judío hacía pesar sobre él. Varios decenios antes, el 5 de noviembre de 1945, había registrado en su cuaderno de bitácora, a partir de una minúscula foto de contacto, su único cuadro referido a los campos de concentración y sus sistemas de vigilancia: Los fantasmas, justo a raíz de la difusión en la prensa de imágenes de los campos de exterminio del nazismo.
El Laberinto de Jerusalén, un centro cultural comunitario, continúa la experiencia de Goeritz con torres y pirámides, a partir de una construcción escalonada más cercana al volumen cerrado del zigurat. Colocado frente a la zona palestina, el Laberinto dispone de una gran terraza al aire libre, cuyo mosaico laberíntico integra los símbolos de la religión judía, cristiana y musulmana. Un animóvil metálico de Alexander Calder corona el edificio: La vaca, cuyas ubres y cola son movidas por el viento.
Mathias Goeritz, Laberinto de Jerusalén, 1973.
Mathias Goeritz concedió al muro un valor autónomo más allá de su función arquitectónica, síntoma de su rechazo al ángulo recto de la arquitectura funcionalista; de ahí que sus muros se desplacen, se proyecten o converjan a partir de estructuraciones geométricas más libres. En cuanto superficies pictóricas, los “muros” de Goeritz relegan la figuración en favor de la monocromía; vía alterna a la de los muralistas de la Escuela Mexicana, pero no menos épica y cargada de simbolismo en su dimensión monumental.
Por el carácter absoluto que Goeritz confería a la escala, sus prismas triangulares y piramidales tendían a proyectarse hacia el firmamento en escala sobrehumana. Con motivo de la presentación de su trabajo al público europeo en la Galería Iris Clert (París, mayo de 1960), el artista fundió la idea de torre y pirámide al titular su exposición La pyramide mexicaine de Mathias Goeritz sobre un fondo con la imagen de las Torres de Satélite. Fusión de un componente vernáculo y un tanto exótico, y de un icono de modernidad apegado al geometrismo.
En su repertorio de geometrías básicas, el artista recurría, asimismo, a la figura del cono, variante piramidal, cuya estabilidad y sensación expansiva resultaba más adecuada a la imagen corporativa de un complejo automotriz (Torres para Automex), mientras reservaba las columnas para reafirmar la imagen de cultura, como en el caso de una empresa que conjugaba la industria hotelera con el espacio museístico (Bosque de columnas para el Hotel Camino Real).
Mathias Goeritz, en colaboración con los arquitectos Abraham Zabludovsky y Teodoro González de León, La pirámide de Mixcoac, 1969.
Mathias Goeritz, La pirámide de Mixcoac, 1969.
Mathias Goeritz, Apunte para el mural del Museo Nacional de Antropología, 1964.
El principio de arquitectura emocional ideado por Goeritz presenta una faceta orientada a la ocupación del espacio urbano, una estética monumental invasiva. Si las Torres de Satélite se transformaron en señal urbana, su Ruta de la Amistad diseminó un conjunto de marcas visibles en la metrópoli mexicana. Por su parte, el Centro del Espacio Escultórico significó la culminación del arte público vinculado al geometrismo y la abstracción, a la manera de un programa compartido, que cobró presencia en el perímetro de la Ciudad Universitaria de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde años atrás los artistas del realismo social habían realizado su mejor esfuerzo de integración plástica en espacios exteriores.
Tras la muerte de Goeritz continuó la vertiente abstracta y a veces de figuraciones geométricas que extendió una heráldica empresarial y de la administración pública convertida en pandemia ornamental.
La Ruta de la Amistad contra “No hay más ruta que la nuestra»
“No hay más ruta que la nuestra” fue la consigna intolerante lanzada por David Alfaro Siqueiros que marcó las directrices de la Escuela Mexicana durante la Guerra Fría. Casi un cuarto de siglo más tarde, Goeritz marcó otra vía con su proyecto de la Ruta de la Amistad en 1968. Se trataba de 18 esculturas monumentales en hormigón armado, a lo largo de 17 kilómetros del Periférico sur, en las cuales predominaban las formas abstractas. Algunas superaban incluso los 25 metros de altura.
Además de sumarse una escultura más, se definieron tres proyectos escultóricos especiales, instalados en los estadios donde se celebraba el encuentro deportivo: El corredor, de Germán Cueto, frente al Estadio Olímpico Universitario (con un mural de piedras coloreadas realizado por Diego Rivera) y frente a la rectoría de la UNAM (con un mural de azulejo de David Alfaro Siqueiros); Sol rojo, una escultura de Alexander Calder junto al Estadio Azteca; y ante la gran cúpula de paraboloides en cobre proyectada por el arquitecto Félix Candela en el Palacio de los Deportes, el propio Goeritz diseñó un conjunto de columnas con planta de estrella: La Osa Mayor.
Sin duda, la Ruta de la Amistad fue la propuesta más ambiciosa de la Olimpiada Cultural con la que México daba su sesgo distintivo al encuentro deportivo. No obstante, éste fue ensombrecido por los acontecimientos de Tlatelolco, acaecidos diez días antes de la inauguración.
Jacques Moeschal, Corona de laurel o Disco Solar, 1968.
Helen Escobedo, Puertas al viento, 1968.
Alexander Calder, El sol rojo, 1968.
Con motivo de los cincuenta años de su autonomía, la Universidad Nacional Autónoma de México abrió una instancia de mecenazgo artístico, continuación del modelo de patrocinio inaugurado por José Vasconcelos, quien había dado origen al movimiento muralista en los años veinte. Así, seis experimentados artistas en el campo del arte público, antecedidos por una década en la que proliferaron los colectivos artísticos, se propusieron desarrollar en común una propuesta escultórica monumental para el Centro Cultural Universitario. Apoyados en las premisas del arte de la tierra y del arte ecológico, eligieron una formación natural de lava, a la que sólo enmarcaron con una estructura anular donde se despliega una sucesión de bloques prismáticos de hormigón armado. La resultante fue un afortunado acontecimiento estético, una verdadera culminación de la escultura urbana abstracta en México: el Centro del Espacio Escultórico (1979), esta vez en favor de una estética contemplativa más próxima a la conciencia ecológica.
Fue un desafío creativo complejo, no exento de tensiones, que competía con las propuestas de integración plástica que los artistas del realismo social habían plasmado en varios edificios de la Universidad. Pese a su inclinación por las figuras ascendentes, Goeritz se sumó a la solución de esta especie de ancestral monumento megalítico y de engranaje industrial dentado, al que consideraba un “monumento a la nada”, ajeno a toda figura de poder, a no ser el empuje de la Naturaleza.
Con motivo de los Juegos Olímpicos de México 1968, Goeritz planteó una obra de tema estelar: la proyección vertical de siete columnas poliédricas, de sección estrellada, todas distintas, y cuya disposición en planta repetía la de la constelación de La Osa Mayor, de ahí su nombre. Un año después ensaya el mismo tema pero con placas de piso, un proyecto de escultura transitable.
Este ejercicio de proyección encontró más tarde su contrapartida en la reducción de la columnata estrellada, con The Big Dipper (La Osa Mayor), destinada al juego infantil y realizada en colaboración con Herbert Bayer en Aspen, en 1972. Como proyecto sin construir queda la maqueta de un conjunto de pequeñas tajadas de columnas estelares.
A partir de 1941, con la Segunda Guerra Mundial como trasfondo y recién doctorado en Historia del Arte, Mathias Goeritz trabajó como profesor de alemán y organizador de exposiciones en el Lektorat der Deutschen Akademie de Tetuán, capital del protectorado español de Marruecos, y en su cercana filial de Tánger. Con el cierre, en 1944, de estos centros de cultura dependientes del consulado alemán, Goeritz fijó su residencia en el sur de España, donde cada vez concedió más peso a la actividad pictórica. Tras la rendición alemana de 1945, se concentró en hacer visible el arte de los creadores españoles de avanzada.
Para hacer operativa su producción artística, Goeritz asimiló la semiótica de otros artistas atacados por el nacionalsocialismo (Hans Arp con sus formas amebianas y Paul Klee con su polifacético dejo infantil), además de hacer suya la sustancia expresiva de creadores españoles como Joan Miró con su línea automática y Ángel Ferrant con sus esculturas articuladas y móviles. Peculiar recurso de Goeritz, quien solía cruzar más de una influencia como ejercicio de apropiación de estilo. Por igual, hispanizó su nombre con el seudónimo de Magó, con el cual intentó exponer en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
Una intensa actividad galerística y editorial le permitió a Mathias Goeritz activar la escena artística española del nuevo arte, línea de acción que continuará en México tras su repentino traslado en 1949, donde permanecerá el resto de su vida. Uno de los cambios que registró su pintura fue el aumento sustancial de la escala en sus figuras.
Mathias Goeritz, Siete formas en reposo o Figura reclinada de siete piezas, 1950.
Mathias Goeritz, Ángel Ferrant y sus móviles, 1948.
En su plan de refundar el arte de vanguardia a partir de un origen mítico, Goeritz estableció en 1948, en Santillana del Mar, un agrupamiento artístico: la Escuela de Altamira. Intento de alcanzar al hombre niño desde una pureza ancestral, a contrapelo con su experiencia de guerra. Un colocarse antes de las vanguardias, en el pasado extremo de la prehistoria convertida en futuro. Estrategia que suma a lo originario una modernidad de avanzada, proyectada en un esquema de vigencia universal.
Goeritz operaba con la astucia de una agencia cultural, y obtuvo para su escuela el apoyo decidido de la administración regional, pues su iniciativa proyectaba a esa zona de economía deprimida como un promisorio foco turístico, sustentado en el peso simbólico de la cueva de Altamira, enarbolada como punto de origen de la creatividad humana.
En paralelo, la pintura de los niños era impulsada por Ferrant y Goeritz como ejemplo de creatividad espontánea. Pasados muchos años, Goeritz mantendría vivo el intercambio epistolar con los miembros de Altamira; sin embargo, desde los años cuarenta el artista alemán difundía su producción por medio de postales, una forma de arte correo que con el tiempo cobró muchos adeptos.
El arte de los “nuevos prehistóricos”, como se autonombraban los seguidores de la Escuela de Altamira, pronto atrajo atención internacional, en especial el modo expresivo de Joan Miró, cuyas formas sintéticas y espontáneas fueron asimiladas por Goeritz y difundidas como una estética de libertad, acorde con el discurso de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial.
Durante la exposición de “Los hartos” en la Galería Antonio Souza de la Ciudad de México (1961), Goeritz dispuso de un agrupamiento ready made, instantáneo, que con sus amigos y trabajadores cercanos sacó de la manga para producir la imagen de una “confrontación internacional”, un choque irónico contra los neorrealistas europeos. Así mismo lanzaba el manifiesto Estamos hartos, especie de catecismo que fustigaba al antiarte y que sólo puso en plural, a partir de la proclama de 1960: Estoy harto.
Los hartos terminó por ser una muestra alegórica donde por medio de objetos expuestos, cobraban presencia los sujetos marginales del arte: el niño (más la nana), el loco (aporte del gremio de fotógrafos), el artista ingenuo y, en parodia del arte social, se exponía a los representantes del mundo del trabajo: el obrero (escultor), el campesino (La naturaleza viva de un cultivo de fruta), y su mancuerna, el industrial (el dueño de una manufactura de vidrio soplado que proveía a Goeritz con materiales para sus vitrales. Un lugar aparte adquiría la esfera doméstica representada por una ama de casa (artífice de un platillo delirante). Y entre los profesionales cabe señalar al diseñador de los inútil (mesa antifuncionalista) o al dibujante (del vacío a la manera de Yves Klein). Como se ve, la idea de vacío, contenida en el monocromatismo, y que Klein trasladó en 1958 al espacio expositivo con su muestra, Le ride, en la Galería iris Clert, la cual presentaba sus espacios desnudos, despojados de cualquier objeto, fue también reciclada en la exposición de Los hartos.
Goeritz, además de presentar un monocromo dorado, aparecía como el intelectual responsable del total de la maniobra, si bien despertó una fuerte reacción por el contenido antiartístico de la exposición, misma que sólo permaneció la noche de la inauguración, luego que los asistentes chorrearan las paredes con sus bebidas de color rojo, agua de Jamaica, además de los restos del huevo de 70 centavos. En suma, un éxito de crítica.
Fotógrafo no identificado, Inocencia (have), Huevo de a setenta (1960), s.f.
Francisco Ávalos (industrial), Juego de vidrio soplado, 1961.
Fotógrafo no identificado, Los Hartos durante su exposición, 1961.
Desde el periodo de la Escuela de Altamira, Mathias Goeritz valoró la pintura rupestre y destacó la importancia de la expresión infantil, de la que hacía uso en su obra. Llegó incluso a trasladar un dibujo de su hijo pequeño a su propio estilo. No obstante, el aspecto lúdico de su producción se halla también en la combinación de materiales y de formas elementales con un sentido del humor que se extiende a sus escrituras, algunas de las cuales podían ser transformadas por el espectador en actitud de juego.
Mathias Goeritz, Un barco para Daniel,1968.
Mathias Goeritz solía cubrir varios frentes simultáneos de acción: crítica, ediciones de arte, galerías, y un papel polivalente de académico y artista, donde mostraba su conocimiento de las técnicas disruptivas del constructivismo ruso y de los esquemas de dislocación dadaísta. A ello sumó esquemas de choque desarrollados de manera puntual para la confrontación bipolar.
Definió entonces una modalidad de obra artística que involucraba a la agencia cultural en la propia estructura de la obra, del mismo modo que en ella se articulaba el proceso productivo del arte en su totalidad; esto es, la creación, sin olvidar las facetas de circulación, recepción o consumo.
El grupo Phases fue una plataforma de acción museística para difundir los nuevos ismos que, por medio de la gestualidad, se alejaban de la figuración. Goeritz participó en él desde 1952 hasta 1960.
En cambio, el grupo Zero tuvo un efecto directo en su producción, con su mística del vacío, de la horadación del cuadro y su pragmática de galería. Fundada en 1958, esta primera vanguardia de la posguerra alemana significó para Goeritz no sólo un nuevo inicio, sino un renacer que dejaba atrás las secuelas del conflicto armado y de la derrota alemana.
Mathias Goeritz en colaboración con Herbert Bayer, Sin título, 1979.
Pese a su denominación, el Nouveau Réalisme (1960), la agrupación integrada por artistas provenientes de distintos puntos de Europa y comandados por el crítico francés Pierre Restany, resultaba un foco de disrupción del nuevo experimentalismo artístico inspirado en las formas del consumismo de la posguerra y de la comunicación masiva, y no como el realismo mexicano, enfocado a una pedagogía social y a la conformación de una identidad nacional tras la dislocación que significó la guerra civil mejor conocida como Revolución mexicana.
El manifiesto, ese recurso de las vanguardias históricas, fue retomado por Goeritz para dirimir sus diferencias con los Nuevos Realistas europeos, el primero, lanzado en Nueva York, el 17 de marzo de 1960; el segundo en París, el 10 de mayo de 1960 y el tercero en México, Estoy harto, el 3 de noviembre de 1960, durante la apertura de su muestra en la Galería Antonio Souza. El realismo de Mathias Goeritz que de manera patente refiere a una tercera modalidad de realismo, una mística tras la cual opera del nivel estratégico de la arquitectura emocional.
Sin embargo queda abierta la interrogante de porqué tanto Goeritz como sus antagonistas formaban parte de la misma galería parisina, Iris Clert, y si su confrontación no respondía a una estratagema de visibilidad concertada, y que vista desde otra perspectiva, contribuyó a desgastar a la avanzada europea como punta de lanza en los Estados Unidos. Y si bien, todos ellos consideraban a Nueva York como un mercado excelente, no podían ignorar la intrusión encubierta de las agencias culturales estadounidenses que trazaban el nuevo mapa de la hegemonía cultural con la metrópoli neoyorquina como centro.
Mathias Goeritz en colaboración con el arquitecto Luis Barragán, Mensaje, 1960.
Günther Uecker, Informelle Struktur [Estructura informal], 1957.
Mathias Goeritz, Sin título, 1987.
En oposición a la máquina que se autodestruye en el Homage to New York (Homenaje a Nueva York), en que Tinguely transforma sus Méta-Matic en chatarra, Goeritz emplea desechos metálicos para elaborar Custodias, artefactos reminiscentes de los objetos de culto, aunque con un perfil industrial que las transformaba en esculturas decorativas que debían perdurar en las casas de los coleccionistas o en los museos.
En la Galería Iris Clert de París, Mathias Goeritz lanzó la proclama L’art-prière contre l’art-merde (El arte plegaria contra el arte mierda), en mayo de 1960. Ahí planteó su repulsa al anti-arte de los Nuevos Realistas. No por casualidad, Piero Manzoni presentará en la misma galería, un año después, su Mierda de artista, un múltiple de noventa ejemplares que suponen contener 30 gramos de materia fecal enlatada y numerada para su venta como obra artística.
Mathias Goeritz, Salvador de Auschwitz, 1954-1955.
Mathias Goeritz, La sagrada familia, 1947.
Mathias Goeritz, Apuntes para vitrales de San Lorenzo (La Cruz 1 y 2 ), 1957-1958.
Goeritz se halla entre los precursores de la poesía visual, y su propuesta coincide con la emergencia, en 1953, del concretismo poético en América del Sur (Grupo Noigandres en Brasil) y en Europa (Eugen Gomringer, boliviano crecido en Suiza). Fue en la cara inversa del Muro amarillo, en el patio descubierto de El Eco, donde el artista germano-mexicano desarrolló un Poema plástico, otra modalidad de la arquitectura emocional con tres vertientes: pictórica, escultórica y emocional y, sobretodo, el salto del papel al relieve escultórico y a la escala mayor del mural. Suma de aportaciones que el tiempo volverá difusas, pues la poesía concreta y su extensa red comunicativa de artistas concentraba mayor atención. Y aunque Goeritz disponía ya de su propia trama de comunicación a escala internacional, su propuesta quedará como antecedente aislado y no como la innovación autónoma que fue.
En todo caso, Goeritz también se afiliará al concretismo poético y llevará a cabo, en 1955-1956, la muestra de Poesía concreta internacional, la primera en su género en México, donde incluyó El eco de oro. En caso de la “O”, como eco expansivo, se multiplicaba hasta formar una celosía-ambiente, experiencia que habrá de retomar una década más tarde al cubrir con un poema los muros de un restaurante que dobla en las esquinas, como su se recorrieran las páginas del libro. Pocos cocodrilos locos fue el título de este poema tipográfico cargado de humor lúdico que atrapaba la atención de los paseantes en el paisaje comercial donde estuvo ubicado hasta su destrucción por un sismo.
Fueron los tipos de máquina de escribir los que motivaron la producción de las poéticas visuales de este artista; sin embargo, el monograma fue su punto de partida para realizar grandes esculturas a partir del signo escrito, con un amplio rango de funciones: servir de señal corporativa o logotipo a una fábrica de automóviles en México (VAM, 1963-1964); de monumento a artista belga (André Bloc, 1964) o a los donantes de un parque público en Israel (AMT; 1990-1991, obra póstuma). Ni siquiera lo funerario escapó a las poéticas visuales de Goeritz, quien realizó una lápida en recuerdo de un amigo (1969-1970).
Mathias Goeritz, Escultura gráfica, s.f.
Mathias Goeritz, Boceto mecanográfico a la boloñesa, ca. 1960.
En la puesta en práctica de la arquitectura emocional, Goeritz incorporó soluciones provenientes del campo del diseño industrial. A partir de esquemas de repetición, del empleo de unidades modulares y del trabajo con series, el artista lograba afirmar sus propuestas en el imaginario social. Incluso, una misma obra podía amplificar su alcance al disponer de versiones en pintura, escultura, gráfica, joyería, tapiz o poesía visual. Por otra parte, reiteraba tanto sus torres, pirámides, columnas o los trazos quebrados de la serpiente, que hacía de ellas formas-signo, una estrategia de saturación muy similar a la de los medios de comunicación.
Otros recursos a los que Goeritz recurrió fueron la amplificación de la escala del arte público, o la creación de situaciones de envolvimiento por medio de sus ambientes luminosos, tanto en los espacios magnos de las catedrales, como en los más reducidos de las capillas.
Goeritz se valió asimismo de técnicas de simplificación máxima, sugeridas por la enseñanza del diseño en los cursos básicos de la Bauhaus, aunque más tarde fueron asociadas con el minimalismo. A partir de una simple hoja de papel, el artista procedía a cortar, doblar, arrugar, plegar; transformaciones en el espacio bidimensional que luego transmutaba en volumen, e incluso en mutaciones espaciales de escala mayor, que involucraban a la arquitectura y a la ingeniería. Perforar y rasgar láminas metálicas eran también recursos frecuentes.
La enseñanza del papel contenía una serie de estrategias difusas, tan primarias, que suelen pasar inadvertidas ante el asombro provocado por las escalas monumentales.
Mathias Goeritz, Cruz de oro, Cuatro mensajes en uno, 1973.
Mathias Goeritz, Mural del Instituto Goethe, 1965.
Mathias Goeritz en colaboración con el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, Estudio de mural, 1964.
Mathias Goeritz en colaboración con el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, Mural Sala Cora Huichol, 1964.
Mathias Goeritz organizó su trabajo alrededor de dos variables: la multiplicación mecanizada y la saturación. Su obra entreteje elementos del campo del diseño y, en forma sutil, de la propaganda que transformaron el espacio público y diseminaron símbolos cuyo polimorfismo contribuyó a erosionar la pedagogía política del arte mexicano posrevolucionario.
El motivo de la serpiente, tan frecuente en el universo simbólico precolombino, vuelve continuamente al trabajo de Goeritz en forma de variantes del prototipo inicial de Ataque (1953). Asimismo, la síntesis gráfica del perfil serpentino se reconoce en sus maquetas de muros plegados y celosías. El trazo quebrado puede presentarse también como una sugerente forma plástica en bronce, como obra gráfica, como bajorrelieve, como joya o tapiz, o ser utilizada como logotipo del museo que acoge el arte moderno.
Podría decirse que esa serpiente atávica que recorre toda la producción de Goeritz resume y concentra, en cierta medida, la ambigüedad del principio de arquitectura emocional, donde la sinuosidad del trazo constituye una firma, o si se prefiere, una marca de origen.
Mathias Goeritz, Variante de la Serpiente de El Eco para Linz, Austria, 1986.
Mathias Goeritz, Atacando, Ataque o La serpiente de El Eco,s.f.